miércoles, 16 de noviembre de 2011

And when you look for something...

Heme aquí nuevamente, con otra nueva idea. Esto lo escribi hace un tiempo.
Quiero aprovechar para agradecer a mis dos seguidores, porque es con ellos con los que se hace este blog.


...


El sol había comenzado a ocultarse tras las altas edificaciones, y las luces de la acera comenzaban a encenderse a medida que avanzaba por la calle. Era como si la siguieran, como si supieran exactamente a dónde y a qué se dirigía, y quisieran crear una especie de atmosfera especial.
Hubiera sido más fácil avanzar en completa oscuridad.
Encontrar la casa no había sido un problema; ni si quiera lo había sido haber tenido que viajar aproximadamente dos horas en tren, hacia una ciudad que nunca había visitado, y haber tenido que atravesar toda la estación preguntando direcciones a quien se le cruzara.
Pero luego de horas caminando, sus pies había comenzado a ampollarse, y el bolso que llevaba colgado al hombro amenazaba con deslizarse hasta su codo y caer con un estruendo. Era un alivio que el sol se ocultara, ¡hacia tanto calor!
Su estómago rugía, pues no había comido nada desde que abandonara la estación de Barcelona, y un nudo se le había formado en la boca del estómago, dificultándole hacerlo en el trayecto. Aun le quedaba algo de dinero en sus bolsillos, pero Málaga era muy grande y no quería desviarse de su destino más de lo necesario.
Se observó por un instante, al pasar por la gran vidriera de una tienda, y se preguntó por un momento si había perdido la cabeza. ¿Cómo se le había ocurrido hacer semejante  estupidez?
Su cabello castaño le caía por los hombros, algo despeinado por el viento y el viaje, y por un momento recordó la razón por la que había llegado hasta allí. Eso le dio fuerzas y energías para seguir su camino.
No tenía prácticamente ningún recuerdo de su madre, más de las típicas fotos guardadas en el fondo de los armarios. Su padre no hablaba de ella, y esa era una norma con la que había aprendido a convivir. No había retratos con su foto, no había ropas que hubieran quedado olvidadas en algún cajón, ni siquiera había anécdotas. Era como si ella se hubiera esfumado. Cosa que había hecho, y esa era la razón por la que en esa casa, no era más que un fantasma.
Por lo que había conseguido averiguar a través de los años, su madre se había marchado cuando ella tenía cinco años, una tarde de invierno. Las peleas se hacían cada vez más constantes, y ella sentía que “no estaba funcionando”. Al irse, prometió que volvería para llevarse a su hija, a pesar de las protestas y amenazas de su esposo. Pero todas fueron en vano, porque ella nunca volvió.
Cuando era pequeña, amaba mirar películas en las que la familia estaba unida y las madres solían preparar galletas para sus hijos, usando un delantal blanco. Siempre sonreían, no importaba cual película fuera; aquellas mujeres siempre sonreían. Y era en esos momentos en los que ella se preguntaba si su propia madre habría sonreído alguna vez de aquella forma cuando aún vivía con ellos, y si alguna vez había preparado galletas usando un delantal blanco. Se preguntaba, así como lo hacía su padre, si ella, en algún momento antes de su partida había sido realmente feliz. Aunque por supuesto, nunca se sentaron juntos a discutir el asunto.
Los primeros meses, ella solía preguntarle todas las mañanas a su padre “¿dónde está mamá?” “¿va a volver pronto?”, a lo que él contestaba “mamá está de viaje; por ahora somos solo tú y yo”; y luego de revolverle el pelo se alejaba arrastrando los pies.
Pero al pasar los años, las preguntas cesaron y su madre se convirtió en el fantasma, del que nadie hablaba pero todos recordaban. Nunca había llegado a odiarla, por mucho que intentara mostrarse indiferente ante cualquier mención de su nombre, y ese vacío en su pecho cada vez que veía sus fotos aun persistía.
Su padre no había vuelto a casarse desde entonces. Había habido una o dos compañeras de trabajo con las que había llegado a entablar una amistad más estrecha, e incluso había habido alguno que otro café de por medio, pero él nunca había mostrado indicios de querer algo más.
Pero es que siempre había sido así, desde que ella tenía memoria, una familia de dos. Solamente ella y su padre, juntos en las buenas y en las malas, y así ambos querían que se quedara. Era cierto si, que los días de las madres solían ponerse algo nostálgicos, y en la casa faltaba la presencia femenina que organizara todo; pero el hombre es un animal de costumbre y ellos no eran la excepción.
Un gran buqué de tulipanes rosas lucían en el escaparate de una florería. ¿Debería haber comprado un regalo quizás? ¿Un pequeño presente, algo para no llegar con las manos vacías?
Sacudió la cabeza rápidamente. No, no serviría de nada. El regalo no haría el encuentro menos incómodo.
Otra persona hubiera pensado que ni siquiera lo merecía. Otra persona hubiera pensado que no valía la pena pasar meses tratando de ubicar a una persona que se había esfumado sin decir adiós, y quien obviamente no deseaba ser encontrada. Otra persona no hubiera creído que alguien tan egoísta mereciera una segunda oportunidad.
Pero ninguna de esas personas sabía lo que ella estaba experimentando a medida que avanzaba por las calles, mirando en todas las direcciones. No tenían idea del enorme nudo que se había atorado en su garganta, dificultándole respirar con normalidad, ni el cosquilleo que sentía en sus manos. Ninguno de ellos sabía lo que era crear una imagen de la nada, de puras anécdotas e imaginación.
Ella tampoco había conocido sus motivos; no tenía la menor idea de qué la había obligado a marcharse de esa manera. No podía comprender, pero tampoco podía juzgar por algo que ella desconocía.
Observó casualmente el reloj en su muñeca; las siete treinta. No faltaría mucho para que su padre volviera del trabajo y enloqueciera al saber que ella no había vuelto aun a casa. Seguramente se enfurecería cuando supiera dónde estaba y cuánto llevaba planeado este viaje, pero en el momento era lo que menos le importaba.
¿Cuánto había caminado? ¿Estaría yendo en la dirección correcta?
Observó la calle y los números escritos en la palma de su mano. Sí, la calle era la misma, ¡pero ella nunca se hubiera imaginado que era tan larga!
El sol ya se había ocultado y el viento se hacía cada vez más frio. Se ajustó el cierre de su chaqueta y contrajo los hombros en un intento de mantener el calor.
¿Qué le diría cuando llegara? ¿La recordaría acaso? ¿Se alegraría de verla? ¿Trataría enseguida de excusarse, después de todos esos años sin haber dado señales de vida?
¿Qué rayos iba a decirle ella misma? ¿Cómo haces para irrumpir en la vida de alguien quien probablemente no te recuerde, ni tenga intenciones de hacerlo? ¿De alguien quien probablemente ya tiene otra familia, otra vida, otra identidad?
Había pasado tanto tiempo…

La casa era tal y como la había imaginado, e incluso tenía un cierto aire familiar. Un pequeño porche blanco se extendía al frente, seguido por un prolijo y alegre jardín. Quizás las flores hubieran sido una buena idea…
Avanzó dos, tres, cuatro pasos, y antes de darse cuenta, pisó el primer escalón del porche. Era ahora, el momento decisivo. Todos esos años de ignorancia, todos esos meses de búsqueda, todas esas semanas de planeo. Todo se reducía a ese preciso momento.
Y si así era ¿por qué no podía mover el otro pie?
Ya no había marcha atrás. Su mano se extendió hasta presionar el timbre.
Ella siempre había amado las flores, y siempre había querido vivir en una casa con porche y un gran jardín, pero nunca habían podido costearla. Al menos, eso es lo que su padre le había contado.
Él las detestaba. Era alérgico a ellas.
Su hija las amaba también.

La puerta se abrió y de la penumbra salió una mujer. Llevaba el cabello castaño recogido en una cola de caballo y sus ojos verdosos la miraban expectante. Por un momento, ella creyó reconocer aquellos hermosos ojos que  habían enamorado a su padre. Y reconoció también aquellos que le devolvía la imagen del espejo de su habitación.
La mujer sostenía a un pequeño niño en sus brazos. Él también tenía esos ojos. Ambos la miraban expectante.
El nudo había crecido y por un momento, se sintió una intrusa. Un mal recuerdo que se colaba en la memoria cuando menos lo querías invocar.
Y eso es lo que era.
“Hola…” su voz se quebró, y la mujer abrió mucho los ojos “tiempo sin verte, mamá”

...
Au revoir